jejej en un foro donde a veces ando, me encontre con esta historia, le pedi permiso al autor (jota) y me lo concedio, asi que aqui les vengo con la historia
es medio (muy) largo, pero vale la pena si te gusta la historia romana ^^
como dije al principio esta historia NO ES MIA, es de jota, un user de un foro que no puedo nombrar por las reglas Dx
cuando el saque mas capitulos los postearé, dijo que le gustaria oir criticas al respecto asi que a criticar se ha dicho!
e-e-e-eso es todo amigos ;D
es medio (muy) largo, pero vale la pena si te gusta la historia romana ^^
Los Zorros de la República
- Spoiler:
- 1. El nido del águila
Arpium (Arpino) , sur-oeste del Latium (Lacio)
Año 609 Ab Urbe Condita (144 a.C)
Finales de Verano
El joven ecuestre Cayo acababa de cumplir los trece años la mañana que tenía planeado su primer viaje al mercado de su ciudad junto a dos acompañantes; el también joven Jadar, de unos veinte años, fruto del amor de dos esclavos hispanos, y Leónidas, el viejo y sabio pedagogo griego .A lomos de sus caballos, descendían por un sendero de tierra cuyo camino quedaba remarcado por unas piedras situadas a los bordes, y tras esto al fin, la esplendorosa calzada romana que les llevaría a las puertas.
-Júpiter nos ha preparado una mañana algo fría. -Dijo Jadar. Y es que, aunque el esclavo era de sangre íbera, había nacido en la villa rustica de la familia de Cayo, trabajando para la misma desde entonces y adaptando sus costumbres.
- Cierto, y se ha encargado de que las nubes no empañen el cielo, ojalá esta mañana haya suerte. -Continuó el joven Cayo con gesto de preocupación, mientras comprobaba el cielo.
-Puede que también se haya olvidado de ponerlas. Diría incluso, que vuestros dioses se han olvidado de este sitio. Con tanto territorio debéis de estarles dando demasiado trabajo... - Dijo a modo de burla. Y es que a Leónidas, le encantaba burlarse de todo lo que tuviese relación con las oscas costumbres o la cultura de la ciudad que se estaba adueñando del Mar Medi Terraneum.
- ¿Lo ves? Te equivocas. Los romanos, a diferencia de los griegos, no necesitamos molestar a nuestros dioses por vicisitudes mundanas, solo les rogamos cuando nos hacen falta. Vosotros en cambio sois unos lloricas... -Y aquí sonrió. La confianza que tenía con ambos, que lo acompañaban, el primero desde su nacimiento, y el segundo desde que tiene conciencia, era patente. A pesar de tratarse de un esclavo y un empleado, estaban muy bien considerados en la casa, y en especial por Cayo.
-¡Ja! ¡Yo diría que solo Marte está entretenido! ¡No, ni siquiera el dios de la guerra se ha quedado! ¡Hace una semana que no pasean por este lugar...! -Concluyó el anciano tutor.
Y era cierto. Los días finales de verano, siempre propicios para iniciar festividades, ritos y augurios, ya que el cielo se mantenía despejado, y los augures podían interpretar con claridad el vuelo de las aves, parecían haber sido maldecidos esta última semana. Ni un ave avistado en los alrededores de aquella, aunque pequeña, próspera ciudad, y eso, como era común, causaba malestar entre sus habitantes. El collegium de augures había permanecido durante los últimos cuatro días cerrado como medida extraordinaria, y los magistrados religiosos, algunos patricios con intereses en esas tierras que venían desde la misma Roma, y el resto de notables locales, entre los que estaba el padre de Cayo, habían sido convocados en el senado de la ciudad, un edificio antiguo con forma cuadrangular, levantado con materiales austeros y poco llamativos, al igual que en Roma, y reparado recientemente. Estaba planeado que las puertas permanecieran abiertas para hacer eco al resto del pueblo de lo que allí sucediese.
-¡Cives Romani, cives romani! ¡Silencio, silencio! - Ordenaba el noble más anciano de la ciudad, al cual, según las tradiciones locales, le correspondía dirigir la reunión. Todos ellos eran senadores; de Roma y de Arpinium, por eso mismo, el experimentado senador local quiso referirse a todos con el genérico de "ciudadanos romanos", ya que a la ciudad anfitriona le había sido otorgado el "Civivm Romanorvm ivre" (derecho de ciudadanía romana) años atrás, ostentando así todos los hombres libres de la misma ese privilegio. -¡Coepit foederis! ¡La reunión ha comenzado!- Repetía una y otra vez, pero su endeble voz era vencida por la algarabía general que los momentos de crisis causaban en aquel sitio. La curia estaba formada en su interior, a la semejanza de la Curia Hostilia de Roma, pero en pequeña. A ambos lados del aula, se situaban los asientos que en ese momento ocupaban los enfervorizados notables del lugar, que se increpaban los unos a los otros. En el centro, dónde el viejo senador trataba de imponerse, se habían dispuesto unas sillae para que los invitados de la Urbe pudieran estar cómodos durante la reunión. Finalmente, uno de ellos, cansado de aguantar los "gritos de los ingratos provincianos", se levantó con elegancia del asiento, y se dispuso en el centro de la sala, aguardando silencio, el cual no tardó en llegar.
-Gracias. -Y tragó saliva. Acostumbrado a orar en Roma, donde se trataban asuntos de verdad, no le asustaba aquella panda de terratenientes aterrorizados por los dioses. Adoptó un tono moderado. -Me congratula que os toméis con tanta... seriedad, vuestro trabajo, pero me gustaría arreglar este altercado cuanto antes, así que si hacéis el favor, hablad. -Puso especial énfasis en la última palabra. El incómodo silencio que los, en ese momento, frenéticos hombres causaron lo emplearon el mirarse los unos a los otros. El senador romano vio a uno de ellos murmurarle algo al oído a su colega de al lado. Finalmente el aludido asintió levemente y se levantó de su asiento. Como nadie hablaba, no le pareció oportuno pedir la palabra, así que comenzó sin más dilaciones.
-Estimados amigos de Roma... Soy...Soy consciente de vuestra preocupación, y eso os honra infinitamente. Puedo asegurar que la situación está controlada, la ple... -y miró de reojo a las puertas del edificio. -Nuestros respetados ciudadanos están algo confundidos, solo es eso. La ciudad, y todas -remarcó esto- las villas están aseguradas. Los campos, incluidos los vuestros, están en perfecto estado. Las instituciones cumplen rigurosamente con las tradiciones y...
Pero no pudo continuar. Brazo en alto, el senador romano al que se dirigía, había levantado la mano bruscamente, y en su mirada se leía una furia contenida que podía fugarse en cualquier momento. Miró a dos de los hombres de su escolta, y sin más explicaciones, estos se apresuraron a cerrar las puertas de la curia. Inmediatamente, miles de gargantas vociferaron a modo de protesta, y en el interior de aquel solemne edificio se palpó más tensión si cabía, al retumbar el ruido de decenas de objetos y piedras arrojadas contra las puertas. El senador de Roma miró de nuevo a todos los presentes menos a sus acompañantes, que estaban tras él, aguardando expectantes a la par que temían ser engullidos por la plebe enloquecida.
-¡Las instituciones dices! -Gritó con fuerza para que su voz fuera más potente que el de los disturbios del exterior.- ¡Las instituciones! ¡Si supierais como usar las instituciones no tendría que estar aquí! ¡¿No sois capaces de ir a un bosque o a una tienda en una ciudad vecina, y comprar una maldita paloma? ¿¡Y decís que estáis usando las instituciones!? ¡Recorro leguas de distancia para que me digas que estáis usando las instituciones y que no habéis conseguido unos míseros pájaros! ¡Por Cástor que hablare de todos vosotros, que os hacéis llamar romanos en la Curia Hostilia, para que expliquéis lo aquí acontecido!
- ¡Sacrilegio! ¡Va en contra de la voluntad de los dioses! -Exclamó uno de los nobles locales. -¡La voluntad de los dioses no se compra! ¡Como augur de este pueblo te digo que eso que has propuesto es una falta de respeto! -Estaba, si cabía, mas iracundo que el otro senador, el cual, ante la impertinencia, contuvo la respiración, suspiró despacio, y apretó los dientes mientras decidía si contestar al noble u ordenaba mandarlo al Hades en ese mismo momento. Finalmente optó por la opción pacífica, pero su mandíbula no se había separado, las palabras salían de entre sus dientes.
-Sacrilegio, valiente amigo, es permitir que las leyes se incumplan... La voluntad de los dioses es que estas se cumplan... ¡¡Pero lo que desde luego es una falta de respeto para mi, mis amigos senadores y el Senado y el Pueblo de Roma es la falta de respeto hacia el orden civil!! ¡¡Voy a pasar en mi villa la noche de hoy, y pongo a todos esos dioses que creéis os han abandonado por testigos de que acabareis en una cruz como no esté todo resuelto mañana!! ¡Y mas os vale que la guardia de la ciudad no sea como vosotros!, -miró hacia la puerta, donde la revuelta proseguía- ¡de lo contrario a esa hora estaremos todos muertos!
Y aunque dispuesto a salir el primero, orgulloso, el senador tuvo que esperar con el resto de la asamblea dentro del edificio. Pese a que lo dijo con ironía, los jóvenes guardias de la ciudad, inexpertos y superados ampliamente en número, estaban siendo poco a poco arrollados y empujados hacia las paredes de la curia por una multitud enfurecida y desconcertada, que tenía miedo a no saber, y que se sentía abandonada por los dioses. El capitán de la guarnición del enclave, un fuerte soldado que superaba en edad a sus bisoños subordinados, vio como uno de ellos dejaba la vara de madera con la que trataba sin resultado de reducir a los insurgentes de su sector, y se llevó la mano a la empuñadura de su gladio, mientras más y más presión se concentraba en su scutum.
-¡Sin sangre! -Exclamó el oficial, el cual, al igual que todos los soldados, no estaba en mejor situación- ¡He dicho que sin sangre, es una orden, por la piedra de Júpiter, al que mate a un civil se las verá conmigo!
Pero pese a la potentísima voz del oficial, el mismo soldado que hizo que se diera esa oren fue alcanzado por una piedra en la cara y arrollado por la plebe. Con la nariz rota, desorientado y la mirada empapada de sangre, fue pisoteado hasta que en un último esfuerzo por preservar su vida, desenvainó el gladio, la magnífica espada romana que tantas victorias había otorgado a la República, y la introdujo en la ingle de uno de los alborotadores, el cual notó como su cuerpo se vaciaba de sangre entre sus piernas. Su terrible grito de dolor, pronto fue ahogado por la furia los compañeros más próximos, que al verle desmoronarse, comprendieron que había llegado la hora de tomar represalias contra los abusos de los militares. Semi inconsciente, el soldado, lleno de magulladuras y heridas, era despojado de su mortífera arma, y empalado con la misma con saña, hasta en ocho ocasiones. A los ojos de Séptimo Varo, que es como se llamaba aquel joven oficial, el cuerpo del desobediente soldado desaparecía a medida que era consumido por una masa humana que ya no clamaba derecho, sino venganza.
-Mierda... -Susurró Séptimo Varo en tensión por lo bajo.
Por un momento Séptimo pensó en ordenar el ataque sin miramientos de sus hombres, y organizar una sangría en el foro y los alrededores de la sagrada curia, pese a la expresa sentencia del consejo de no utilizar armas mortales bajo ningún concepto mientras los senadores de Roma estuviesen en la ciudad. "Si, hay que hacerlo" se dijo mientras sus gruesas y pesadas calligae resbalaban y cedían terreno. De no hacerlo, sería la sangre de los nobles y ricos ciudadanos del interior del edificio la que sería derramada. Después, Roma acabaría con la revuelta exhibiendo crucificados en la vía y la ciudad perdería sus prestigiosos derechos. Un último empuje de su scutum y hasta tres rebeldes fueron impulsados por las escaleras del foro, que saltó disparado de su brazo y calló sobre la marea humana, hiriendo a otro más. Los hombres de Séptimo que todavía no habían caído, se conglomeraban en el espacio de las escaleras, que por su mayor estrechez, daba cierta ventaja a los, aunque para nada experimentados, mejor equipados hombres. Mientras estos aguantaban, corrió a las puertas del edificio, pero como él había supuesto, se encontraban cerradas. Totalmente desprotegido, comprobando que sus hombres estaban al límite de sus fuerzas, desenvainó la espada levantándola en alto para que el resto de soldados le vieran. No tenía fuerzas para gritar, estaba exhausto. Estos, arrojaron al igual que su superior las varas de madera, y mostraron sus armas al enemigo, un enemigo que al verse en clara superioridad continuaba dispuesta a matar a sus soldados y exigir responsabilidades a punta de espada.
Séptimo Varo, jefe de le pequeña guarnición de Arpium, temió acabar como el jovencísimo soldado que había desenvainado en primer lugar, sin su consentimiento. Maldita Fortuna y malditos dioses. A él si que lo habían abandonado aquel día, pero en el fondo debía dar igual; su padre nunca existió para él y su madre con toda probabilidad era una de las putas que trabajarían antaño en los alrededores del foro No había familia ni hijos, así que se sonrió.. Había llegado hasta ese punto prácticamente solo, y solo debía morir. Miró hacia delante, más piedras, troncos de madera y todo tipo de utensilios de trabajo ejercían de proyectiles contra los scutum de los soldados. Vio como algo enorme y marrón se acercaba a su cabeza, y perdió el sentido.
El joven Cayo, Leónidas y Jadar, ajenos a todo esto, continuaban su tranquila travesía hacia la ciudad. No podía ser de otra manera, Cayo se estaba haciendo un hombre y en pocos años sería llamado para buscar la gloria en las filas del ejército romano. Mientras caminaba no podía evitar pensar, imaginarse con su impecable lorica hamata, la armadura de malla usada por las legiones, blandiendo lanza y gladio a lomos de un gran corcel, según le correspondía en su condición dentro del ordo eqvester, acabando con enemigos del estado, siendo aclamado por compañeros y recibiendo condecoraciones, llenando de orgullo a su familia…
-¡Pero qué…! –Jadar interrumpió los sueños de Cayo, a la par que paraba en seco el paso de su caballo. En lo alto de una encrespada colina, podía divisarse el final de la calzada de piedra, que desembocaba en unas gigantescas puertas que se descubrían cerradas, y los imponentes muros que cercaban la ciudad. A más altitud, se podían ver diversos edificios con aspectos diferentes, desde insulae, apartamentos fabricados con ladrillo y argamasa de baja calidad, en cuyo interior se agolpaban las familias más pobres, hasta los tejados de algunos templos y edificios públicos, levantados en mármol y granito.
Pero ninguno de estos detalles arquitectónicos les llamó la atención, ni siquiera de Cayo, que era la primera vez que se encontraba a tan poca distancia de aquel lugar en el que tantas almas convivían, o al menos eso era la teoría que el sabio Leónidas le había explicado acerca de la creación de las polis griegas. Arpium, ciudad romana, se le había presentado con una gigantesca humareda fruto de las hogueras e incendios fortuitos que se estaban produciendo en el interior de aquellas murallas. “¿La Vulcanalia”? se preguntó. No, no podía ser, su padre había ido días antes de que los dioses se olvidasen de aquel sitio. Demasiado fuego…
- Tenemos que volver… a casa, a la villa, por la seguridad del joven Cayo. –Recomendó Leónidas a Jadar, mientras que Cayo parecía absorto viendo el espectáculo de humo. Jadar asintió.
-Sí, me parece lo mejor. Amo… -Dijo Jadar prudentemente, pero Cayo no le dejó continuar.
-¿Amo? –Dijo mientras continuaba contemplando la ciudad, y agitó su caballo para poder mirar a Jadar. - Cada vez que me llamas amo vas a decirme o pedirme algo que no me gusta. Te dicho mil veces que no me llames amo, siempre que no estén mis padres delante. Eres mi amigo, o al menos eso dice Leónidas. Él sabe más de la amistad que yo. ¿No es así?
Y el viejo tutor asintió, consumido por el orgullo. Veía a dos jóvenes, amo y esclavo, que a pesar de los siete años de edad que los separaban, habían crecido juntos, vivido juntos y compartido tantas cosas juntos. Incluso Cayo padre ordenó a Leónidas que enseñase a leer y escribir a ambo a la vez. Era una relación extraña, y tenían que guardar las apariencias siempre que algún invitado venía a casa. Luego, cuando este se iba, reían de la pantomima que habían organizado. En una ocasión, teniendo cayo diez años, y Jadar diecisiete, al esclavo se le derramó “accidentalmente” algo de agua sobre la toga de un viejo, vanidoso y obeso invitado, socio de Cayo padre, al que particularmente Cayo hijo no aguantaba.
- ¡Por los dioses! – Había exclamado Cayo- Parece que se ha meado…
-¿Qué dices muchacho? – Había dicho enfurecido el invitado
- Que por los dioses, le voy a dar quince o veinte latigazos –Contestaba Cayo divertido.
Esa fue una de las ocasiones en las que el pater familia se ausentaba un momento de la mesa y aprovechaban para divertirse a costa de quien al muchacho le parecía oportuno.
“Mi hijo necesita alguien en quien confiar, y Jadar ha nacido y crecido entre nosotros. Conoces a sus padres, la cocinera y mi asistente personal. Son buenos esclavos, siempre han sido leales, incluso cuando no he podido pagarles algo por un trabajo extra. Además, se llevan estupendamente, así que enséñale a él también tanto como puedas, nos será más útil así.” Esos fueron los deseos que Cayo padre transmitió a Leónidas.
- Si, por supuesto, los dioses del Olimpo son testigos. – Desde luego, Leónidas pensaba que Cayo tenía muchos defectos, le gustaba demasiado la sangre, era un inconsciente cuando actuaba, impulsivo, se dejaba guiar por la ira… y no sabía griego. No saber griego podría ser un gran impedimento si alguna vez decidía dedicarse la vida pública. Los tratados, las letras, la historia… todo estaba en griego. El destino de Jadar, pensaba, no dependería de él, si no del joven Cayo.
- Pues bien entonces. Sabes que puedes llamarme por mi praenomen, amigo. Llámame siempre cato, ¡Por Júpiter Capitolino! Es la mil y una que te lo digo…Y no, os he oído, y repito, no vamos a volver a casa ahora. Os recuerdo que mi padre está ahí dentro. –Y señaló con la mirada en enclave. ¿Vais a dejar morir a vuestro señor? ¡Por Cástor! ¿Qué dirían de mí si me acobardara por un poco de fuego? –Dijo Cayo.
-Joven, nuestro deber es llevarte a salvo con tu madre. Como te pase algo nadie nos libra del látigo, tu incluido si llegamos de una pieza, mira ahí bien. –Y Leónidas saco de la manga de su túnica griega una mano arrugada, cuyo índice señalaba al caos de la ciudad.
- Es nuestro deber. ¡No voy a traicionar a mi padre! –Cayo estaba desesperado, en realidad sabía que tanto su padre como su madre, que lo mimaban más de la cuenta, querrían que pese a todo él estuviese a salvo.
-Yo voy con mi amigo. –Dijo un sonriente Jadar, ansioso también por vivir una aventura. Siempre, por la seguridad del joven, iba equipado con un gladio, un glado hispalensis, la espada romana que tomaron las legiones de los íberos durante las anteriores guerras púnicas, pero nunca había tenido la necesidad de usarlo. El viejo Leónidas, enfadado, que no asustado dada su experiencia en la vida, que le había obligado a vivir situaciones más peligrosas –como enseñar a un caprichoso y estúpido niño patricio en Roma a escribir y leer en griego, so pena de muerte- suspiró y asintió, concediendo vía libre a la montura del muchacho. Este golpeó con los talones a su caballo y el animal comenzó un lento ascenso por el empinado camino de piedra. El viento le soplaba en la cara, y se colaba por las mangas y el cuello de su túnica. Se sentía libre, como Eneas cuando navegaba hacia Sicilia. Sus acompañantes, uno con más entusiasmo que otro, cabalgaron con él hacia las puertas, que les negaban la entrada en la ciudad dónde su padre podía estar a punto de morir.
En el interior de la curia, la situación no era mucho mejor. La escolta personal de los senadores romanos, luchaba por mantener la puerta cerrada, empujando con todas sus puertas, mientras que el resto estaba atento al hueco que las cristaleras habían dejado después de ser atravesadas por piedras. Una de ellas golpeó en la cabeza de uno de los notables locales, que estaba justo al lado de Cayo padre.
-Genial… Tenía que cerrar una venta con él la semana que viene… -Dijo el pater familias, cuando otro colega se dirigió a él.
- Si se levanta no se va a acordar… - Le dijo a Cayo padre mientras miraba el cuerpo, reposado en el suelo.
- El viejo Tulio no se volverá a levantar. Fíjate bien –Y blanco pelo aquel noble comenzó a teñirse de rojo.
-¿No le habrías ayudado? ¡Ojalá la fortuna no me deje nunca a tu merced! –Exclamó Cayo padre.
- ¡No seas blando! ¡Nos causaba muchos problemas en los debates…! -Dijo el otro senador, mientras se ponía las manos en la cabeza.
Los nervios, y la ironía de aquellos que hacían uso de ella por miedo al mismo miedo, crecían con cada nueva arremetida de la enfurecida muchedumbre contra las puertas de aquel sagrado edificio.
Mientras tanto, el desánimo se apoderaba del Joven cayo y de Jadar, mientas Leónidas veía desaparecer el peligro.
-Es imposible entrar. –Decía el griego mientras miraba las puertas. –Es imposible…imposible...
Cayo y Jadar, entre tanto, examinaban los muros de la ciudad.
- Podemos intentar trepar. –Dijo Jadar, impotente ante la situación.
-Eso va a ser imposible. Además, si hemos decidido venir finalmente, no es para acabar descalabrado, no, por los dioses que no… Hay que pensar algo… ¡Guardias! ¡Guardias!
-Creo que están ocupados. –Replicó Leónidas. Piensa en otra cosa o vámonos a tu casa. Parece que hay disturbios, y si esto se abre será para devorar los campos de alrededor. Recuerdo que una vez en Etolia…
Pero Cayo no hizo ningún caso. De vez en cuando a Leónidas le daba por divagar, mejor esta vez, así no le presionaría para volver a casa. Examinaba los muros detenidamente, por si el plan de Jadar era factible, observaba los huecos que pudieran existir, cualquier cosa, y vio algo extraño.
-¿Qué es eso?
Los metales que bordeaban las puertas del edificio en el que se encontraba Cayo padre y el resto de importantes hombres estaba ya abollado. La madera crujía cada vez más, a medida que la turba utilizaba un enorme tronco que habría requisado de alguna obra pública, y lo utilizaban a modo de ariete.
- ¡Todo esto es culpa suya! ¡Si no le hubiera ordenado a sus estúpidos esbirros que cerraran las puertas esto no estaría pasando! –Dijo un exaltado noble local, que atemorizado, prosiguió explicándose a sus compañeros, señalando al noble que había causado la situación - ¡Ha ofendido a los dioses y le han oído! ¡Si yo muero, que Júpiter venga a ver como este imbécil paga por sus ofensas! – Y agarró una de las piedras que habían caído por los ventanales. – ¡Muerte! -Gritó.
Al instante el augur al que le había increpado anteriormente, se unió a la moción sonriendo, posiblemente iba a morir, pero se daría el gusto de vengarse de aquel odiado senador de la manera que más le agradaba a los dioses, con sangre. -¡Muerte! –Gritó.
-¡Muerte, muerte, muerte! - A los pocos segundos un nutrido grupo de los allí presentes, entre los que no se encontraba el padre de Cayo, que se mostraban más escépticos ante las acciones de sus iguales, imitó a sus dos colegas y cogieron cuantos objetos habían caído al interior del edificio, clamando la destrucción de aquel aterrorizado hombre al unísono. No le lapidaron al instante, si no que pese a la situación, con el pueblo a punto de tomar el lugar, parecían tomarse su tiempo, disfrutando de cada una de las gotas de sudor frío que su cuerpo expulsaba.
-¡A que esperáis cobardes! ¡Haced algo! –E inmediatamente dos de los guardaespaldas salieron al cruce de sus, ahora enemigos, blandiendo sus espadas, pero no pudieron cumplir su objetivo. A los pocos pasos, una lluvia de piedras les rompía el cráneo, golpeaba en cada uno de sus músculos… el resto de los salvaguardias se lo pensó dos veces antes de intentar comenzar una nueva arremetida.
-¡Inútiles! –Gritó desesperado el senador a sus hombres, luego se dirigió hacia sus agresores. -¡Os lo advierto, miserables provincianos! ¡Roma sabrá de mi muerte y lo pagareis! ¡Todas vuestras familias sufrirán las consecuencias!
- No te entiendo, querido amigo…- sonrió el augur malévolamente. – Nuestras familias no son responsables de los actos vandálicos de la plebe.
-¡Malditos todos! ¡Yo os maldigo a todos! ¡Trae tu espada estúpido! –Y el senador romano le privó de su arma a uno de sus guardas. – ¡Antes de morir en manos de la plebe o de unos asquerosos provincianos me quito la vida! –Y esto último sonó extrañamente claro, tanto que todos pudieron oírlo perfectamente. El volumen sonó incluso desmedido, todos callaron y aguardaron en silencio y precisamente eso lograron, silencio. La puerta estaba a punto de caerse pero no se oían golpes, no se oían gritos y ya no caían piedras.
-¿Se han ido?- Preguntó el otro senador romano, que no había hecho si no temblar durante el altercado.
En las puertas, Cayo peleaba con su vista para averiguar que era aquello que estaba metido en un huequecito de la muralla.
-Es imposible… Dijo en bajo. –Jadar, tírale una piedra a eso, ayúdame. – Y Jadar fue a buscar una piedra, unos pasos atrás, pero no había nada. –Da igual… He pensado que…
-Amo, señor, Cayo, por favor… no se me da bien. –Dijo Jadar mientras Leónidas miraba divertido.
-No tienes que bajarlo, solo asegurarte de lo que es… Si es eso, puede ser la salvación de todos, ¿Lo sabes? –Explicó Cayo.
-Creo que voy a adorar a las deidades hispanas como mis padres. Me exigen que me haga un corte en la mano de vez en cuando, pero no que me abra la cabeza… -Dijo resignado, y se puso a trepar el muro. Era un joven fuerte y pese a lo que dijo, tenía habilidad. Aprovechaba las pequeñas muescas del muro para apoyarse, y al llegar al hueco, hizo una señal a Cayo, que sonrío satisfecho. Jadar estaba mirando lo que Cayo andaba buscando.
- Que raro… juraría que no tienen tantos… -Dijo extrañado. En ese momento, la calliga de su pie derecho resbaló y automáticamente Jadar apoyó no una mano, si no el brazo entero en el hueco. Entonces, el hogar de aquellos polluelos y sus siete pequeños habitantes se desprendieron al vacío. Cayo abrió los ojos, y en un alarde de reflejos se adelantó a toda prisa dos pasos y cazó el nido con su capa. Miró dentro. Cinco, seis y siete. Siete polluelos. Bueno, en realidad seis, a uno de ellos no le sonrió Fortuna y calló en la parte dura del brazo de Cayo, muriendo del golpe. Su plumaje blanco…
-¡Son crías de águila! ¡De águila! - Se esforzaba un ya recuperado del susto Jadar en explicarle a su amigo, y después comenzó a descender con precaución. Ya abajo prosiguió. –Suelen tener dos o tres polluelos. Es muy raro… Los pequeños animales, ajenos a las especulaciones de aquellos dos humanos, tan solo reclamaban la comida a su madre con pequeños silbidos. Cayo no se esperaba que fuera a tardar tan poco en llegar.
La figura de Séptimo Varo, el que hasta hace unas pocas horas tuvo una guarnición de inexpertos soldados bajo su mando, descansaba entre los inertes cuerpos de dos de los tantos soldados que habían perecido aquel día. Desde luego aquello no era el Eliseo. No veía nada, no sentía nada pero le dolía la cabeza terriblemente. Pasaron los segundos y creyó poder sentir algo… Sí, desgraciadamente todavía no habían acabado con él, ese olor era el pútrido perfume de la muerte, de las vísceras y la sangre de la que probablemente estaba empapado. Oyó un ruido, lo que parecía una risa, luego un golpe seco y el tintineo de una armadura de malla. Tras estas sensaciones el olor a muerte pareció alejarse de él, y sus pulmones se hincharon de aire de manera tímida pero profunda, y notó una ligera presión en el hombro.
-Este no está muerto, acabemos con él antes de que se levante. – Era una voz ronca. Séptimo todavía se encontraba centrado en digerir la información que sus sentidos le proporcionaban, y no era consciente del peligro que le acechaba.
- Mmm… No tiene arma. Está bien, la coraza para mí, tu puedes quedarte la túnica y las sandalias. – Murmuró otra voz, cuyo tono, aunque osco, tenía algo más de energía.
-¡Y una mierda! - Exclamó el otro tipo, y tras esto Séptimo pudo diferenciar algunos insultos de entre los sonidos que aquellos dos tipos vociferaban. El oficial hizo un esfuerzo para entreabrir uno de los ojos, y distinguió dos pies sucios y descalzos. Subió la mirada y, no menos sucias, se hallaban cuatro piernas huesudas y finalmente, unas vestimentas de lino raídas ceñidas a sus decrépitas cinturas con una cuerda que no presentaba mejor aspecto.
Aquellos dos pobres despojos, enfuscados en su discusión, cometieron lo que Séptimo Varo interpretó como un error fatal. Clavó su mirada en el piojoso pescuezo de aquel saqueador, y con la rabia haberse visto casi muerto a causa de gente como aquella, alargó su mano a la par que tomaba impulso con sus piernas y apretó con su poderosa mano el cuello del indeseable.
- ¡Osas darle la espalda a un oficial de Roma…! –Exclamaba con ira entre sus dientes. -¡Un soldado no muere en manos de gente como tú!
Los ojos de su compañero se abrieron de par en par expresando el terror de ver a alguien morir de aquella forma; la cara del desafortunado palidecía más y más a causa de la ausencia de oxígeno y sangre en su cabeza. Finalmente, la sorprendida y atemorizada mirada de aquel infeliz cesó, y Séptimo permitió que su cuerpo se desplomara en el suelo de aquel lugar. Al verse contra semejante rival, el otro asaltador emprendió una huída despavorida, pero al joven oficial ya no le quedaban fuerzas para más.
-¡Ya te cogeré perro! ¡Vete con los de tu especie! –Chilló mientras se zafaba dando saltos de los cadáveres que perros sarnosos y hambrientos mordisqueaban.
Se percató del extraño silencio, que solo era interrumpido por el gruñido de esos animales y el zumbido de las moscas que se congregaban entre toda la basura que la batalla urbana había generado; Hogueras en ascuas, cuerpos sin vida y montones de sacos de mercancía que quedaban entre los restos de algún puesto cercano. Con seguridad llegarían más hombres sin honor a hacer acopio de un botín desprotegido, y Séptimo tendría que irse de aquel lugar y regresar a su humilde habitación de alquiler antes de que terminaran con él, el único soldado que quedaba en el interior de la ciudad. Miró a las puertas de la Curia y se percató de que estaban abiertas. Estaba seguro de que en el interior habría otra orgía de sangre y no quiso mirar. Se desprendió de su uniforme militar; primero de la pesada coraza, y luego del resto, la túnica roja y el casco decorado con plumaje del mismo color. Lo tiró ahí mismo y cubierto tan solo por su subcula, su túnica íntima, comenzó a callejear hacia su casa.
Desde la vista del Aquila, el animal sagrado de Iuppiter Optimvus Maximvs, la ciudad parecía un enorme caldero después de haber servido el rancho. Un río de gentes trataban de perseguir su vuelo desde las calles de la ciudad, pero el magnífico animal, cuyas alas desplegadas tenían la envergadura de al menos dos metros, no se paró hasta reposar en lo alto de la muralla donde el joven Cayo, Leónidas y Jadar se encontraban.
El joven ecuestre no daba crédito a la magnífica exhibición del ave, que , con la elegancia de un animal sagrado para aquel vasto imperio que se estaba forjando, tomo tierra con sus afiladas garras mientras que su imponente pico bramaba su característico silbido. El esclavo y el griego, indignos a los pulcros ojos de aquella grandiosa criatura, permanecieron unos pasos atrás, quedando Cayo a un imprudente metro de distancia. El águila pareció sumergirse por momentos en los ojos del joven con la mirada, tal vez navegando en lo más profundo que los hombres puedan haber en sí, y Cayo sintió un profundo respeto que pareció contagiarse al ave, el cual, sin más miramientos, desplegó sus alas de nuevo y desapareció de entre las entrañas de Cayo, y de entre la vista de Jadar, Leónidas y toda la gente que desde las ya abiertas puertas, fueron testigos de aquella asombrosa escena para la que el muchacho parecía haber estado ensayando toda su vida.
-¡Hijo! ¿Estás bien? –El rosto acompañado de la voz de Cayo padre emergió de entre todos los congregados apelando a su petrificado vástago, que no tuvo tiempo de reaccionar. El senador proveniente de la misma Roma, que no terminaba de asimilar lo ocurrido, se hizo hueco entre los presentes y se acercó al joven.
-¿Cómo te llamas muchacho? ¡Por los dioses, dime tu nombre! – Preguntó nervioso. El joven, aunque todavía sorprendido por los acontecimientos, contestó decidido, mirando el punto en el que el ave se había convertido, en dirección Oeste.
- Soy Cayo Mario, hijo de Cayo, nieto de Cayo, nacido aquí, señor.
A los pocos segundos vítores y exclamaciones emergieron de las mismas personas que horas y minutos antes habían causado la revuelta.
-¡Es Cayo Mario! ¡El elegido de Júpiter!
-¡El joven de los Mario, nuestro nuevo augur!
-¡Que viva Cayo Mario!
Y a estas alabanzas las siguieron otras que se continuaron hasta la llegada de la mayor parte de los guardias de la ciudad, que se encontraban custodiando las villas pertenecientes a los notables del lugar, y percatados del fuego, decidieron agruparse para acudir, aunque tarde para algunos como Séptimo Varo, a terminar con los disturbios.
como dije al principio esta historia NO ES MIA, es de jota, un user de un foro que no puedo nombrar por las reglas Dx
cuando el saque mas capitulos los postearé, dijo que le gustaria oir criticas al respecto asi que a criticar se ha dicho!
e-e-e-eso es todo amigos ;D
~ y cuando todos creian que no volveria, él volvió, volvió para decir adios ~